sábado, febrero 04, 2006
viernes, febrero 03, 2006
Un verdadero campeón
jueves, febrero 02, 2006
Lamentos por el Mundial perdido
miércoles, febrero 01, 2006
La palabra Gol
martes, enero 31, 2006
La decisión del abuelo
lunes, enero 30, 2006
Las canchas del Sur
domingo, enero 29, 2006
El sentido de los años
El Alto podía pronunciar, así como así, sin dar ni sensación de esfuerzo ni imagen de jactancia, las formaciones completas de cualquier club clásico de Europa o de cualquier equipo ocasional del barrio y también podía armar, así como así, en cinco minutos, la lista de los futbolistas que en todo el universo pateaban mejor la pelota con la cara externa del botín diestro. La otra cosa que podía hacer el Alto, así como así, mientras en el Bar de los Sábados el sábado final de diciembre se desbarrancaba lentamente del calendario, era formular preguntas enormes. Y eso hizo el Alto, con un café en la boca, sus compañeros de bar de cada semana enfocándole la frente y una curiosidad honda viajándole desde todos lados hasta el norte de la lengua, cuando preguntó, también así como así, exactamente lo que sigue: "¿Qué son los años?"
El Gordo, que no era un intelectual pero sí un entusiasta, no se asombró con el interrogante ni tampoco demoró la respuesta. "Los años —explicó con solvencia— están para cambiar de campeonato. Siempre que empieza un año, también empieza un campeonato. O sea que, si lo pensamos bien, los cambios de año nos garantizan la existencia del fútbol, lo que, en cierto modo, garantiza una razón básica de nuestra propia existencia. Yo estoy a favor de los años". No se sabe si por lo consistente, pero seguro que por lo enfática, la argumentación del Gordo voló rápido dentro del Bar de los Sábados y atrapó miradas aprobatorias.
El que no se convenció fue el Pibe, tan reflexivo como en los sábados de los últimos doce meses. "Los años —opinó— son una medida de la condición humana. Un año que alumbra a un defensor audaz o a un hincha al que la pasión no le rebana el placer por las jugadas con arte es un año con buenas noticias. Pero un año en el que se afianza la idea de que en la cancha hay que matar o morir en lugar de vivir o vivir es un año frustrante". Un mozo más antiguo que el propio bar estaba por aplaudirlo cuando el Pibe añadió: "Tengo la impresión de que últimamente nos viene tocando este tipo de años".
Atento como de costumbre a espantar las desazones, El Roto recordó que su abuelo futbolista le había dejado como herencia dos entradas de una final muy vieja y una frase de cabecera. "No estoy seguro —había dicho el abuelo— pero creo que los años son como los arcos: algunas cosas entran y otras se quedan afuera". El Roto confesó que, en el año que partía, afuera se le había quedado el esfuerzo de redimir a un amigo que coleccionaba malasangres de fútbol y las anotaba en un cuaderno. Pero, como contrapeso, dentro del arco del año, el Roto contabilizó el hallazgo de una morena flaquita y suave que los domingos enamoraba al mundo un poco porque se enfundaba la camiseta de la Selección y otro poco porque desenfundaba una sonrisa en la que cabía el alma.
En las horas posteriores, todos los concurrentes habituales al Bar de los Sábados volcaron con pasión su punto de vista sobre los años. Al cabo, ese era el sitio en el que semana tras semana discutían córners y amores, penales y sueños, goles y vidas. Casi en la noche, el Alto consideró que su inquietud estaba respondida y que los años, como la existencia entera, tenían el significado que cada hombre les pudiera dar. Enseguida, saludó a sus compañeros y, cuando se arrimó al Roto, le hizo saber que había entendido: "Ustedes son gente que siempre está en la parte de adentro de mi arco". Después, salió del Bar de los Sábados y, así como así, pensó que allí seguiría yendo cada vez que fuera sábado por los años de los años.
sábado, enero 28, 2006
Un brindis en el bar
Aunque era casi un militante de la informalidad, El Gordo se ponía solemne dos veces al año. La primera ocurría el tercer domingo de cada junio, cuando prolongaba una enorme tradición de familia y, con sus hermanos, sus primos segundos y sus tíos envejecidos, visitaba la tumba de su abuelo, un hombre de los buenos hombres. La segunda ocasión se producía en una jornada como esa, durante el anteúltimo sábado de todos los años, y en el Bar de los Sábados, su reducto semanal para conversar la existencia y el fútbol. Al llegar la fecha, El Gordo irrumpía en la tarde, perseguía la mejor de las cuerdas de su voz, pedía bastante café y bastante silencio, y explicaba que los rituales valen la pena sólo cuando los estimula el amor. Después de eso, con los compañeros de bar palpitando y atentos, ejecutaba su segunda solemnidad del año: un brindis.
"Queridos compañeros —arrancó esa vez, como de costumbre, casi quebrándose cuando moduló la segunda sílaba de la palabra "queridos"—, los invito a brindar por alguna gente que con sus conductas no sólo honra al fútbol, sino también al don de respirar y al arte de vivir. Hablo de los defensores que resisten las oscuridades de un gol en contra y resuelven luchar hasta encontrar la luz, y hablo, además, de los hinchas que perciben el fin del mundo luego de cada derrota pero son capaces de imaginar un mundo nuevo cinco minutos después, y hablo, desde luego, de los desconocidos de todas partes que descubrieron que el fútbol es una casa llena de puertas detrás de las que se encuentra la condición humana".
Tomó aire el Gordo, el mismo aire que compartía los sábados de todo el año en esa patria de paredes descascaradas que era el Bar de los Sábados. Y junto con el aire, tomó fuerza y tomó inspiración: "Quiero que brindemos por los que no se resignan a que el fútbol esté lleno de miserables, sobre todo porque despreciar a los miserables del fútbol es despreciar a los miserables que están fuera de él. Y por los músicos que saben que un gol es una canción que muchos desafinan felices junto a muchos. Y por un sobrino mío que en esos mismos goles acaricia la panza de su mujer embarazada. Y por los que miran partidos porque les entusiasma contemplar el universo".
El Gordo nunca elegía discursos largos. Por eso, con el Bar de los Sábados vuelto un templo en comunión, encaró el cierre: "Aunque a veces nos avance el desaliento y aunque demasiadas mañanas nos sintamos definitivamente vencidos, brindemos. Lo justifican los que entienden que merece ser el mejor jugador del año aquel que hizo muchas gambetas, pero más lo merece ese que hizo muchas noblezas. Lo merecen los que se empecinan cada día en jugar bien porque querer jugar bien cada día es un humilde aporte para dignificar la vida. Y lo merecen los que tienen ilusiones porque tener ilusiones siempre es un acto de victoria".
Ya sin aire, ya sin fuerza, ya sin más inspiración, el Gordo alzó su copa, la rozó jubiloso con todas las otras copas y, en medio de risas y de abrazos, se sumó a un debate flamante sobre el ritmo de los volantes centrales en las tardes de vientos duros. En el Bar de los Sábados, el anteúltimo sábado del año empezaba a esfumarse mientras todavía resonaban los ecos del brindis y, entre las paredes descascaradas, el aire llevaba y traía una mansa felicidad.
viernes, enero 27, 2006
Un hombre de festejos
Al Gordo le parecía que todavía lo estaba viendo. Subía las pestañas y lo veía, bajaba los párpados y lo veía, cerraba los ojos —los ojos grandes, los ojos siempre en estado de descubrimiento, los ojos plenos de la gente plena como el Gordo— y, aun con los ojos cerrados, lo veía. El Gordo se sentía tan perplejo como cuando en la primera infancia un ídolo de su barrio lo cruzó en el almacén y le dijo "buen día". Se lo contó ese sábado a la tarde a todos sus compañeros del Bar de los Sábados con palabras que se le escapaban como cataratas: "Vi a un hombre, un hombre que tenía el aspecto de cualquier hombre, que palpitaba en la tribuna como cualquier hombre y que, cuando su equipo metió un gol, reaccionó como nunca vi reaccionar a ningún hombre". "¿Qué hizo?", le preguntó el Alto, mitad curioso, mitad alarmado. El Gordo pudo enfocar, por fin, las pupilas en algo que no fuera la memoria de ese hombre y, precipitado, contestó: "Gritó el gol, se paró y besó a alguien, dio un paso y le sonrió a alguien más, dio otro paso y, a la vez, un abrazo a otro señor, y siguió así hasta celebrar con cada persona que estaba en la cancha. Nunca vi algo igual". El Alto, que continuaba escuchando atento, trató de atenuar la expectativa que envolvía al Bar de los Sábados: "Ese hombre tendría un día especial. Todos, de tanto en tanto, tenemos un día especial". Pero el Gordo pateó ese argumento con la firmeza de un defensor que necesita apretar los dientes y las piernas para espantar una pelota incierta de su área: "No, no era un día especial, siempre festejaba así. Y no sólo los goles. Eso era lo asombroso: se trataba un hombre que vivía festejando".
Imparable, el Gordo volcó más. Dijo que la observación de ese hombre lo llevó a hablar con otros hombres que lo rodeaban en la popular. Uno le contó que dos semanas antes, ese mismo hombre había visto la cara feliz de un padre que asistía al debut de su hijo en Primera. Entonces, se acercó, le palmeó el hombro, y luego salió del estadio, viajó hasta la casa del debutante y sólo después de saludar a cada familiar del jugador, regresó a su sitio en la tribuna. Otro hincha recordó cómo ese hombre había aplaudido hasta el júbilo a un árbitro de vista exacta y corazón justo que detectó un penal entre doce piernas mezcladas. Y un testigo más le confidenció al Gordo que el hombre de los festejos había sido capaz de abrazar a un hincha rival tras un partido sin ganadores mientras le explicaba: "Me hace feliz que tengamos tres cosas en común: la pasión por el fútbol, un empate y nuestra condición humana".
A esa altura del relato, el Bar de los Sábados, refugio semanal de futboleros y pensadores, latía como un teatro en fascinación. El Gordo presentó el último acto. De la boca le salían un aroma de café intenso y una voluntad de comunicar algo extraordinario cuando detalló que, finalmente, él mismo se acercó hasta el hombre que festejaba y le preguntó por qué hacía lo que hacía. Tembló el Gordo en ese momento como también había temblado en el instante en el que el hombre, en medio de la cancha, en medio del partido, en medio de todo, le entregó su respuesta simple: "A veces uno no se da cuenta, pero la vida es un acontecimiento que merece celebrarse todo el tiempo".
El Gordo añadió que, al despedirse, el hombre le dio la mano, alegre por haberlo conocido. Para entonces, en el Bar de los Sábados ya no imperaba el asombro, sino la admiración. Alguien pidió una vuelta de café. Todos estaban juntos, todos estaban conmovidos. Era hora de honrar a aquel hombre. Era hora de festejar la vida.
jueves, enero 26, 2006
El hincha del arbitro
El Roto avanzaba con la garganta molida, la voz hecha dolores y el alma apagada cuando entró al Bar de los Sábados con dos muecas de derrota. "No se dio", dijo en esa tarde, en la que como en todas sus tardes de sábados desplegaba el itinerario que iba desde alguna cancha hasta el mítico bar. "Tuvimos toda la voluntad, pero al final, justo al final, las cosas se complicaron", se explayó con sonidos que apenas se dejaban oír. Entrenado en escucharlo, el Alto le preguntó qué había pasado. El Roto dibujó una tercera mueca de derrota y pronunció una certeza: "Cobramos un penal que no era penal. Casi nos matan". El Alto lo entendió, resignado. Tanto él como todos los miembros del Bar de los Sábados sabían que el Roto tenía una única singularidad en la existencia: era hincha de un árbitro.
Ni el propio Roto conocía cómo había empezado esa devoción irrepetible. Algunos creían que el origen profundo era un acto de conmiseración dedicado a un ser que corría solo de afecto en medio de gentes acompañadas por alientos múltiples. Pero no. Al Roto, el árbitro no le parecía un abandonado al insulto, sino un portador de la virtud que define si un hombre es de verdad un hombre: era alguien que no eludía tomar decisiones, o sea alguien que cargaba con el peso de la vida.
Acaso por eso, el Roto reverenciaba el día en el que su árbitro dio un córner en el ángulo derecho a favor de un equipo que jamás atacaba por ese sector y, cuando le preguntaron por qué lo hizo, contestó: "Me di cuenta de que en la tribuna, atrás de ese rincón de la cancha, había un chico que nunca había visto una pelota de cerca". Entre muchas, enarbolaba otra memoria grandiosa: un jueves, en un invierno de agobios, el árbitro sancionó un gol inexistente en un partido que iba 0 a 0 porque no quería añadirle al universo otra sensación de vacío.
Aquella tarde del penal mal cobrado, el Roto necesitó un rato para regenerar el ánimo. Cuatro cafés bien servidos le permitieron resucitar la voz. Cuando lo logró, mostró una tarjeta que era roja y era vieja, y contó más historias de ese árbitro noble. Mientras en el Bar de los Sábados se anunciaba la noche, el Roto hablaba intensamente. Hablaba como habla alguien que, a pesar de los abismos de este mundo, siente que el mejor de todos los equipos siempre es el de los justos.