De Rastron

sábado, febrero 04, 2006

El ídolo del arco

Ataja El Roto. A lo grande. Se estira desde su silla débil hasta la puerta del Bar de los Sábados. Vuela y atrapa, brillante, ahí, en pleno bar, una servilleta blanca y chiquita que iba camino de la calle empujada por algún viento que tenía vocación de goleador. Todos los testigos lo aplauden, lo felicitan, le confiesan sorpresa. "Es un homenaje" cuenta el Roto mientras se acomoda, se alinea su ropa no deportiva y pide un café doble para compensar el esfuerzo. "¿Un homenaje a quién?", interroga el Gordo, socio activo de los debates de bar de cada sábado. "A mi ídolo de siempre" es la respuesta. El Gordo, el Alto, el Pibe y también cada uno de los mozos veteranos del Bar de los Sábados repasan arqueros de todas las famas y de todas las épocas. El Roto intuye que no adivinarán. Pronuncia, entonces, dos sustantivos propios que no tardarán ni una décima en convocar a cada uno de los asombros que caben en un bar. "Moacyr Barbosa", dice, con énfasis, como se dice a un ídolo. Efectivamente: todos los asombros llegan, llegan rapidísimo, llegan incluso invitando a otros asombros de otras partes. Eruditos en fútbol, los del Bar de los Sábados lo saben: Moacyr Barbosa fue el arquero de Brasil en la final del Mundial de 1950, el hombre que no atajó la pelota que le dio el título a Uruguay en ese Mundial, el jugador al que casi un país entero rechazó a partir de ese día y para todos los días que después vinieron. Moacyr Barbosa, el ídolo del Roto.

El Roto asume que carga con el deber de una explicación. No se hace rogar. Argumenta. No, no es exacto. No solamente argumenta: argumenta orgulloso. Cuenta que resolvió admirar a Barbosa sin necesidad de verlo atajar. Bastó que alguien lo indignara comentándole, como una certeza natural y maldita, que la existencia se divide entre ganadores y perdedores. Y que ese, Barbosa, era un perdedor porque debió usar las manos como ganchos pero las extendió como trapos viejos el 16 de julio de 1950, en el Maracaná, un estadio que se le transformó en lápida, cuando no tapó una pelota de Alcides Ghiggia que permitió que Uruguay fuera el campeón y que Brasil fuera un vacío. Barbosa, que merecía los derechos de un individuo corriente, se volvió esclavo de esa circunstancia durante el medio siglo completo que transcurrió desde el instante en el que aquella pelota tocó la red hasta la hora en la que él respiró el último de sus aires. Se lo señalaron en las veredas modestas de Río de Janeiro en las que parecía haberse quedado sin sitio, en los ómnibus en los que viajaba con las miradas de los otros astillándole la piel y en las tribunas desagradecidas que antes le habían aplaudido hasta los tiros que tapaba con las uñas. "No —afirma el Roto, dolorido, dispuesto a no continuar especificando las tristezas de Moacyr Barbosa—, la vida no se divide en ganadores y perdedores".

Y no se calla el Roto. Habla más. Proclama. Usa la voz entera, las palabras con fuerza: "Alguien que resiste todo ese absurdo, alguien que es capaz de que el corazón le lata a pesar de que un país le vibra infinitamente en contra, alguien que se empecina en vivir en la sociedad aunque lo hayan condenado a un entierro social, alguien así es un ídolo". Resopla. Y vuelve: "Perdedores son los que dicen que los otros son perdedores", casi grita el Roto, mientras las manos con la que atajó la servilleta blanca y chiquita le tiemblan sobre la madera raída de la mesa del Bar de los Sábados.

Con esas mismas manos, el Roto busca ahora como un desesperado su portadocumentos en un bolsillo. Saca una cédula, tres billetes, las esquelas de un amor antiguo y las fotos impecables de sus hijos. También asoma un recorte de un diario viejo en el que apenas se reconocen contornos. Lo que mejor se distingue es la silueta de un hombre largo. Abajo, se intuyen dos palabras: "Moacyr Barbosa". Nada más. El Roto alisa ese papel con historia, repite de nuevo "mi ídolo" y trata de que por la garganta apretada le pase de a poco el último sorbo del café doble.


Publicado el 12 de Marzo de 2005 en el Diario Clarín

viernes, febrero 03, 2006

Un verdadero campeón

El Alto siempre decía que durante la primera mitad de su infancia creyó que sólo era posible el atardecer si alguien estaba jugando al fútbol. En el Bar de los Sábados, donde el Alto acumulaba asistencia perfecta, todos sabían su historia sencilla: había crecido en un barrio de muchas casas, doce aromas y un parque, y no recordaba ni una ida del sol en la que en ese mismo parque faltara un partido. Muchos años después, el Alto conservaba otra certeza de aquel tiempo: en cada uno de esos partidos de atardecer, estaba como público, inclusive como público único, el viejo Nicola. Inolvidable Nicola: era un italiano generoso que tenía una colección de caramelos dulces y una erudición enciclopédica del fútbol. Podía describir cómo se llevaban el viento y un tiro libre de verano o detallar cuántos goles habían hecho con pelotas desinfladas todos los marcadores de punta del universo. Apenas una frustración, una gigante, atragantaba su vínculo con el fútbol: dos veces, en 1934 y en 1938, había seguido cómo su Italia se consagraba campeón del mundo; las dos veces las sufrió.

"No me podía sentir alegre con las cosas que alegraban a Mussolini" era la oración con la que, algunas décadas más tarde, ante un puñado de jóvenes y al costado del parque de los partidos, Nicola reivindicaba aquel sentimiento en el que su antifascismo profundo derrotaba a su encanto por el fútbol y por Italia. Aun ahora, lejos en el calendario pero con el recuerdo firme de haber sido uno de los jóvenes que escuchaba a Nicola, el Alto dominaba sin olvidos lo que aprendió en esas charlas sobre esos Mundiales. El de 1934, armado en Italia en plena afirmación de Mussolini y su régimen, con una final triunfante para los italianos ante Checoslovaquia por 3 a 1 tras la mítica amenaza que un gobernante acostumbrado a mucho más que amenazar le dirigió al entrenador Vittorio Pozzo: "Muchachos ganen, si no, crash". Crash no era una expresión de interpretaciones múltiples: significaba que les cortaban la cabeza. Y el de 1938, que se hizo en Francia. El fascismo no pudo montar allí toda su escenografía porque no era local, pero sí se apropió de la victoria que volvió bicampeón a Italia luego de gritarle un 4-2 a Hungría en el último partido. Mussolini, fiel a su estilo, había mandado un telegrama: "Vencer o morir", avisaba. Y morir, en esa edad de exterminios, no era una metáfora. El Alto todavía se acordaba de otro lamento de Nicola: "Giuseppe Meazza, el mejor de todos, era un gran jugador, pero yo veía sonreír a Mussolini como si él fuera la estrella y todo, hasta el fútbol, me daba asco".

En el Bar de los Sábados, el corazón lastimado de ese hombre dio para el debate. El Gordo reconoció que lo entendía, pero que, a la vez, pensaba que había oportunidades en las que convenía separar las felicidades que entrega el fútbol de las oscuridades que provocan los poderosos que expropian esa felicidad. El Roto aportó que conocía a otro antiguo futbolero que despreciaba al fascismo con la conciencia y con las venas y que, sin embargo, había vivido aquellos Mundiales como dos desahogos en medio de las sombras. El Pibe, en cambio, se alineó con la posición de Nicola, aseguró que la bronca frente a los dos títulos era la única reacción posible y lamentó el sufrimiento político y deportivo de ese señor de entrañables dignidades.

Ahí volvió a intervenir el Alto:

—Con toda mi fuerza, yo hubiera querido que Nicola pudiera aplaudir el tercer título mundial de Italia, en 1982. Pero se murió unas temporadas antes. En las últimas épocas, enfermo y todo, siguió yendo a ver partidos al parque y nunca abandonó sus relatos sobre 1934 y 1938. Decía que era un compromiso con la memoria. Tuvo recompensa. Una tarde, unos pibes que jugaban en el parque ganaron una final, con Nicola en un costado como el mejor de los hinchas. Cuando terminó el partido, lo fueron a buscar y lo llevaron en andas durante toda la vuelta olímpica. Los pocos que estábamos mirando aplaudíamos hasta con las vísceras. Nicola no se lo contó a nadie, pero estoy seguro de que ese día sintió que por fin había saldado una cuenta grande con la historia.

El Gordo, el Roto y el Pibe debatieron el tema hasta que las ventanas del Bar de los Sábados se encontraron con la noche. El Alto casi no los escuchó. Sació su sed de café, evocó otra vez a Nicola y, con la lengua navegándole en el último sorbo, pensó que, aunque no gane Mundiales, un hombre tiene otros modos de ser un verdadero campeón.


Publicado el 5 de Marzo de 2006 en el Diario Clarín.

jueves, febrero 02, 2006

Lamentos por el Mundial perdido

Ni ese sol entrenado de febrero que le tostaba hasta las tripas ni tampoco el aniversario exacto de un mal amor tenían al Gordo como se lo veía: derrotado. Derrotado lo miraba el Roto, que trataba de darle agua y café y ánimo sobre la mesa de siempre del Bar de los Sábados. Derrotado lo contemplaba el Alto, que era un individuo que necesitaba entender todo y en ese instante no lograba entender nada. Derrotado lo observaba el Pibe, que, como era todavía un pibe, no se resignaba a las derrotas. Derrotado estaba el Gordo, quien rechazó el agua y el café e, inclusive, el ánimo antes de explicar entre lamentos y sin disimulos por qué le pasaba eso mismo, por qué estaba derrotado. Lo hizo en una sola frase, una frase que iba a retumbar durante mucho tiempo cerca de las manchas de las paredes del Bar de los Sábados, una frase ni tan larga ni tan corta en la que cabía entero nada menos que el drama de un hombre. Era esta frase: "Hoy a la mañana me di cuenta de que no soporto no haber visto el Mundial del 30".

Nadie se le rió al Gordo. En el Bar de los Sábados, como en los lugares mejores de la vida, el único acto absurdo era cerrar la cabeza y el corazón. Lo demás resultaba posible. Por eso el Gordo se despachó con su sensación completa y casi lagrimeó cuando reconoció que en 1930 no había nacido y que en el mismo 1930 su propio padre aún ensayaba el arte de balbucear y ni probaba enredarse la lengua con la palabra Uruguay, que era el país donde se jugaba el campeonato. Luego, monologó: "Quise conocer a todas las mujeres de ojos como mares y, pese a eso, hace mucho admití que jamás voy a caminar por la playa de la mano de Sofía Loren; quise contribuir desde la adolescencia a que América Latina tuviera otro destino y, sin embargo, acepté que nunca compartiré un café en este bar ni con San Martín ni con Bolívar. Pero el fútbol es el centro de mi identidad y de mi pasión. No, no soporto no haber estado en el Mundial del 30 ".

Un silencio de los que ocurren sólo en los sitios donde la gente escucha a la gente permitió que el Gordo terminara de narrar su tempestad personal. Dijo que hubiera querido ver la inauguración del estadio Centenario en Montevideo; y que hubiera entregado todo por abrazarse con alguien cuando el francés Lucien Laurent le convirtió a México el primer gol de los mundiales; y que hubiera gastado la garganta gritando algunos de los ocho goles que hizo Guillermo Stábile, argentino y goleador del torneo; y que hubiera sido testigo de la primera final, la que Uruguay le ganó a Argentina, con la expectativa que sólo merecen un nacimiento o una revolución. Después, una vez más, pesadumbre sobre pesadumbre, repitió que no soportaba haberse perdido todo eso.

Otro silencio respetuoso dominó el oxígeno del Bar de los Sábados hasta que el Alto lo vulneró con apenas una oración:

—No te lo perdiste.

El Gordo lo escuchó como a una revelación, el Pibe ratificó que el universo a veces cambia en un parpadeo, los mozos del Bar de los Sábados paralizaron sus rituales. El Alto avanzó: "Perder, en realidad, se lo perdieron y se lo siguen perdiendo los que nunca descubrieron que aquel Mundial fue la aventura de muchachos que pateaban, o los que no se conmueven con lo que era el fútbol en estado de ingenuidad, o los que no advierten que el gol de Laurent fue la punta del camino de una ruta larga, o los que no asumen que palpitan fútbol porque antes otros palpitaban fútbol. Me parece que un hombre no es únicamente lo que vio, sino lo que siente y sabe. Y a ese Mundial lo sentimos y lo sabemos. No nos perdimos el Mundial del 30. Está acá, en esta charla, en este bar, con nosotros".

Entusiasmado, hasta feliz, el Pibe aprobó con dos gestos y con el alma todo lo que había afirmado el Alto. Y hasta tuvo ganas de agregar que, en las canchas del fútbol o en las canchas que sean, un hombre logra ser un hombre cuando advierte que es parte de una historia. Iba a decirlo pero, justo en ese momento, el Gordo abrió la boca y pidió, por fin, el café y el agua que hacía rato necesitaba. Animo no pidió: ya lo había recuperado.


Publicado el 26 de Febrero de 2006 en el Diario Clarín

miércoles, febrero 01, 2006

La palabra Gol

Aquel sábado de calores y de asombros, el Alto estremeció las viejas paredes del Bar de los Sábados cuando contó que en un pueblo del centro de la Tierra todas las palabras se habían fugado y sólo permanecía, como último instrumento del idioma, como herramienta final contra el silencio, la palabra Gol. "Se habían fugado", dijo, de nuevo, el Alto respecto de las otras palabras, mientras el Gordo, un individuo crédulo, lo miraba perplejo, y también mientras el Pibe, un joven crítico, lo escuchaba sin poder creer. Nunca en la larga existencia de ese bar de relatos futboleros y de sábados rituales nadie había revelado algo así. Pero el Alto, alguien serio, alguien fiable, no dejaba sitio para poner a esa historia en sombras. "A la mañana, movían los labios y sólo salía la palabra Gol, a la tarde repetían el intento y otra vez pronunciaban la palabra Gol, a la noche se empecinaban en hablarse y en escucharse y definitivamente sólo retumbaba la palabra Gol", detalló el Alto. Después, lo reiteró, enfático y contundente: "Eso único sonaba: Gol, Gol, Gol".

El Pibe tragó dos cafés consecutivos, manoteó un vaso con agua, bordeó la desesperación y, al final, preguntó por qué. "No estoy seguro —le contestó el Alto— pero es probable que en ese pueblo del centro de la Tierra, como en muchos otros pueblos, transcurriera una época en la que las palabras importaran poco o fueran víctimas de demasiados maltratos. Quizás se sintieran cansadas o lastimadas y, como las palabras suelen ser sabias y es un acto de sabios evitar los agotamientos y las heridas, un día resolvieron fugarse". El Alto se calló, paladeó su propio café y apuntó otra conjetura: "Seguro que la palabra Gol también se hubiera fugado, pero acaso en ese mismo momento alguien estaba convirtiendo un gol y lo gritó, por lo que la palabra Gol quedó atrapada y no pudo fugarse con las demás palabras".

El Gordo observaba al Alto aplastando sus brazos gruesos sobre la mesa de cada sábado. Estaba compungido y era lógico: le gustaban las palabras casi tanto como el fútbol y no soportaba la idea de no poder contar con ellas. El Alto percibió la situación, enfocó a su amigo y le prometió que venían esperanzas.

"Fugadas las demás palabras —explicó el Alto—, a los habitantes de ese pueblo del centro de la Tierra no les quedó más remedio que conversar con el único recurso del que disponían: la palabra Gol. Construyeron así una experiencia extraña pero estupenda. Las declaraciones de amor, por ejemplo, resultaban maravillosas porque se formulaban con toda la fuerza que permitía la garganta y con la letra ''o'' extendida hasta el infinito para evidenciar que se trataba de un sonido y de un sentimiento que venían del corazón, igual que se hacen sonar y sentir los goles en una final. Los exámenes orales de los estudiantes resultaban aprobados cuando éstos armaban con la palabra Gol una cadena de resonancias convincentes y los coros de los mejores teatros tenían adaptadas buena parte de las obras clásicas a los mil ecos que posibilita la palabra Gol. Había malas noticias, desde luego, y no se ocultaban: la manera de comunicarlas era lanzar al aire la palabra Gol e interrumpirla antes de llegar a la letra ''l'', como sucede en una tribuna cuando una jugada parece gol y no es o, lo que es lo mismo, cuando una multitud se arrima a la felicidad y no la alcanza".

El Gordo recuperó el ánimo y pidió otro café. El Pibe ya no formuló cuestionamientos y avivó su inquietud por escuchar el desenlace. Con el Bar de los Sábados rendido ante su voz, el Alto concluyó: "Tanto valor y tanto respeto se ganó la palabra Gol y también tanto fue el esmero de la gente por decirse las cosas con riqueza y con claridad que, poco a poco, convencidas de que se encontraban a las puertas de una edad distinta en la que se les daría el trato que merecían, las otras palabras empezaron a volver. Y una tarde, casi sin que nadie lo advirtiera, en ese pueblo del centro de la Tierra todas las palabras fugadas estuvieron de regreso".

El Alto dijo que a las palabras hay que quererlas y que en la palabra Gol cabe un mundo. El Pibe y el Gordo lo registraron con detalle. Después, a un solo tiempo, abrieron la boca grande, plena, entusiasmada. Como estaban en un bar, el Bar de los Sábados, usaron la boca para pedir café. Pero desde la lengua hasta el alma hubieran querido gritar gol.


Publicado el 19 de Febrero de 2006 en el Diario Clarín

martes, enero 31, 2006

La decisión del abuelo

El abuelo del Gordo jugó al fútbol como si tuviera duendes en los dedos y dioses en los tobillos hasta un febrero en el que, a punto de patear un tiro libre, se quitó en un segundo los botines, enfiló para el vestuario y avisó que no entraría a una cancha nunca más. Jamás dio explicaciones sobre ese abandono súbito y se refugió en un mutismo irrompible al que sólo le colgó una llave pequeña para ser abierto. "Dentro de cuarenta años —afirmó— y si alguien conserva interés en mi historia, el mayor de mis nietos podrá dar una respuesta".

Cuarenta años después, en un sábado cálido de otro febrero y mientras, como siempre y con sus compañeros de siempre, veía transcurrir el mundo, el café y las palabras sentado en el Bar de los Sábados, el Gordo sabía que había llegado la hora. Estaba listo para fracturar el misterio.

El Gordo solía hablar de su abuelo con el cariño sin desniveles que merecen los buenos abuelos. "Después del retiro —evocaba—, mi abuelo se dedicó a cuidar su jardín y sus pájaros. Inclusive, cuando yo era un chiquito, estaba convencido de que se había ido del fútbol porque era un señor tierno que no soportaba que los domingos a la tarde sus jilgueros se quedaran solos".

En otro febrero de hacía bastante, un diario publicó que el abuelo del Gordo se había retirado porque jugar al fútbol le quitaba tiempo para hablar de fútbol, que es una actividad todavía mejor. "Es una interpretación generosa, pero no cierta", comentó el abuelo del Gordo aquella vez mientras regaba una de sus plantas. Fue en esa oportunidad clave que el Gordo juntó una inquietud definitiva con una determinación entera. Y se animó a preguntar.

"Mi abuelo admitió que ese era, por fin, su tiempo y mi tiempo y, sin vueltas, me entregó su verdad", rememoró el Gordo, con una voz tibia que no pretendía disimular la magnitud de lo que estaba pronunciando. Así siguió: "Me contó todo muy calmo y en un instante. Recordó que se sentía listo para patear aquel tiro libre, pero, cuando iba a hacerlo, advirtió que tenía ganas de algo distinto. Salió directo de la cancha hacia su casa, entró acelerado, miró a mi abuela que también lo miraba pero sin entender, y soltó dos palabras en las que cabía todo: ''Te extrañaba''. Desde entonces vivió al lado de ella cada segundo que pudo, sin añorar los tiros libres y cerca de la felicidad". Agitado, el Gordo apenas frenó su relato para volcar un suspiro y necesitó otras tres palabras para cerrar por completo un vacío de cuarenta años. "Eso es todo", dijo. Y no dijo nada más.

"El fútbol y la vida están llenos de misterios sencillos", opinó, sin que se lo pidieran, uno de los mozos veteranos del Bar de los Sábados. El Gordo le devolvió una sonrisa aprobatoria, le pidió un café largo y habló de un nuevo marcador de punta mientras febrero tenía una incógnita menos y una emoción más.


Publicado el 12 de Febrero de 2006 en el Diario Clarín

lunes, enero 30, 2006

Las canchas del Sur

El Pibe regresó al Bar de los Sábados con una barba despareja que amagaba con esconderle el cuello. Avanzaba con el cuerpo más angosto que de costumbre, cargaba una mochila llena de mapas y alcanzaba con enfocarlo una vez para saber que si los párpados y las pupilas y también las pestañas le lucían como encendedores era porque había visto la vida. Una felicidad hecha hombre parecía el Pibe en ese sábado, en el que todos los parroquianos de cada sábado del bar le entregaban el afecto y los oídos para escuchar cómo le había ido. La recepción y la expectativa tenían justificación entera: durante un año había planificado el Pibe el viaje soñado del que estaba volviendo. Ahora podía contarlo, podía decir que había encontrado lo que había buscado: ya conocía las canchas del Sur del mundo.

—Ni hay ni puede haber nada igual—, fue lo primero que el Pibe les dijo al Gordo, y al Alto, y al Roto, y a un mozo veterano que lo miraba inmóvil, con una taza de café en cada mano.

El café activó la lengua del Pibe: "En el principio del Sur del mundo, hay una cancha con un lago en el círculo central. Cuando la pelota cae en el lago, los jugadores de los dos equipos se encuentran en las orillas y se cuentan cómo va la existencia, cómo crecen los hijos y qué se hizo del último amor. Después, cuando la pelota sale, siguen jugando".

El Pibe se apropió de uno de los dos cafés que portaba el mozo veterano y continuó: "Unos kilómetros más adelante, hay otra cancha deslumbrante. A simple vista, no tiene nada. Parece una cancha cualquiera y hasta una cancha sin gracia. Sin embargo, si algún jugador hace un golazo, en los bordes de la cancha empiezan a germinar césped y flores, frutos y jardines, y la cancha se transforma en una maravilla de la naturaleza. Cuando el partido se acaba y el efecto del golazo cesa, el césped, las flores, los frutos y los jardines se desvanecen o se esconden para reaparecer en el próximo partido o en la vez que sea. Sólo retornarán cuando haya otro golazo".

El Gordo registraba cada pormenor, el Alto oía como si fuera una canción, el Roto se frotaba los ojos. El Pibe atrapó el segundo café. Y siguió: "Vi una cancha en la que la gente juega únicamente cuando se está cerrando el atardecer porque ese es un modo de invitar a la noche para que comparta los partidos. Y vi una cancha que tiene comienzo pero no tiene final, por lo que los jugadores corren libres entre las montañas y entre los ríos y, al no encontrar el final, disponen de la excusa perfecta para no parar de jugar al fútbol. Y vi una cancha, acaso la más increíble, en la que llueve aunque a los costados haya sol. Es una cancha diseñada por futbolistas cuyo mejor recuerdo de la infancia es un partido en el barro. Yo pensé que esa cancha era una leyenda, pero ahí, en el Sur, está".

Entusiasmado como si prosiguiera su viaje, el Pibe dio detalles de canchas y canchas hasta que llegó a la que estaba más al sur del Sur. "Hay un pueblo mínimo que fue una ciudad grande hasta que la arrasaron diez traidores y mil descuidos. Los pocos habitantes que quedaron levantaron algunas casas, alguna escuela y también una cancha, una cancha que es modesta y es hermosa. Dicen que no la hicieron rápido para saciar un apuro general por jugar al fútbol. Dicen que una cancha es un lugar donde ser con otros y que ahora la tarea de todos es reconstruir un pueblo, o sea la vida con otros".

En el Bar de los Sábados, el Pibe no agregó nada más y los demás repasaron los goles mejores de los últimos tiempos. El mozo veterano dio tres pasos, pobló a gusto varias tazas de café y pensó que los grandes viajes pueden llegar hasta bien lejos o hasta muy cerca pero casi siempre conducen al corazón de los hombres.


Publicado el 5 de Febrero del 2006 en el Diario Clarín

domingo, enero 29, 2006

El sentido de los años

El Alto podía pronunciar, así como así, sin dar ni sensación de esfuerzo ni imagen de jactancia, las formaciones completas de cualquier club clásico de Europa o de cualquier equipo ocasional del barrio y también podía armar, así como así, en cinco minutos, la lista de los futbolistas que en todo el universo pateaban mejor la pelota con la cara externa del botín diestro. La otra cosa que podía hacer el Alto, así como así, mientras en el Bar de los Sábados el sábado final de diciembre se desbarrancaba lentamente del calendario, era formular preguntas enormes. Y eso hizo el Alto, con un café en la boca, sus compañeros de bar de cada semana enfocándole la frente y una curiosidad honda viajándole desde todos lados hasta el norte de la lengua, cuando preguntó, también así como así, exactamente lo que sigue: "¿Qué son los años?"

El Gordo, que no era un intelectual pero sí un entusiasta, no se asombró con el interrogante ni tampoco demoró la respuesta. "Los años —explicó con solvencia— están para cambiar de campeonato. Siempre que empieza un año, también empieza un campeonato. O sea que, si lo pensamos bien, los cambios de año nos garantizan la existencia del fútbol, lo que, en cierto modo, garantiza una razón básica de nuestra propia existencia. Yo estoy a favor de los años". No se sabe si por lo consistente, pero seguro que por lo enfática, la argumentación del Gordo voló rápido dentro del Bar de los Sábados y atrapó miradas aprobatorias.

El que no se convenció fue el Pibe, tan reflexivo como en los sábados de los últimos doce meses. "Los años —opinó— son una medida de la condición humana. Un año que alumbra a un defensor audaz o a un hincha al que la pasión no le rebana el placer por las jugadas con arte es un año con buenas noticias. Pero un año en el que se afianza la idea de que en la cancha hay que matar o morir en lugar de vivir o vivir es un año frustrante". Un mozo más antiguo que el propio bar estaba por aplaudirlo cuando el Pibe añadió: "Tengo la impresión de que últimamente nos viene tocando este tipo de años".

Atento como de costumbre a espantar las desazones, El Roto recordó que su abuelo futbolista le había dejado como herencia dos entradas de una final muy vieja y una frase de cabecera. "No estoy seguro —había dicho el abuelo— pero creo que los años son como los arcos: algunas cosas entran y otras se quedan afuera". El Roto confesó que, en el año que partía, afuera se le había quedado el esfuerzo de redimir a un amigo que coleccionaba malasangres de fútbol y las anotaba en un cuaderno. Pero, como contrapeso, dentro del arco del año, el Roto contabilizó el hallazgo de una morena flaquita y suave que los domingos enamoraba al mundo un poco porque se enfundaba la camiseta de la Selección y otro poco porque desenfundaba una sonrisa en la que cabía el alma.

En las horas posteriores, todos los concurrentes habituales al Bar de los Sábados volcaron con pasión su punto de vista sobre los años. Al cabo, ese era el sitio en el que semana tras semana discutían córners y amores, penales y sueños, goles y vidas. Casi en la noche, el Alto consideró que su inquietud estaba respondida y que los años, como la existencia entera, tenían el significado que cada hombre les pudiera dar. Enseguida, saludó a sus compañeros y, cuando se arrimó al Roto, le hizo saber que había entendido: "Ustedes son gente que siempre está en la parte de adentro de mi arco". Después, salió del Bar de los Sábados y, así como así, pensó que allí seguiría yendo cada vez que fuera sábado por los años de los años.

Publicado el 31 de Diciembre de 2005 en el Diario Clarín

sábado, enero 28, 2006

Un brindis en el bar

Aunque era casi un militante de la informalidad, El Gordo se ponía solemne dos veces al año. La primera ocurría el tercer domingo de cada junio, cuando prolongaba una enorme tradición de familia y, con sus hermanos, sus primos segundos y sus tíos envejecidos, visitaba la tumba de su abuelo, un hombre de los buenos hombres. La segunda ocasión se producía en una jornada como esa, durante el anteúltimo sábado de todos los años, y en el Bar de los Sábados, su reducto semanal para conversar la existencia y el fútbol. Al llegar la fecha, El Gordo irrumpía en la tarde, perseguía la mejor de las cuerdas de su voz, pedía bastante café y bastante silencio, y explicaba que los rituales valen la pena sólo cuando los estimula el amor. Después de eso, con los compañeros de bar palpitando y atentos, ejecutaba su segunda solemnidad del año: un brindis.

"Queridos compañeros —arrancó esa vez, como de costumbre, casi quebrándose cuando moduló la segunda sílaba de la palabra "queridos"—, los invito a brindar por alguna gente que con sus conductas no sólo honra al fútbol, sino también al don de respirar y al arte de vivir. Hablo de los defensores que resisten las oscuridades de un gol en contra y resuelven luchar hasta encontrar la luz, y hablo, además, de los hinchas que perciben el fin del mundo luego de cada derrota pero son capaces de imaginar un mundo nuevo cinco minutos después, y hablo, desde luego, de los desconocidos de todas partes que descubrieron que el fútbol es una casa llena de puertas detrás de las que se encuentra la condición humana".

Tomó aire el Gordo, el mismo aire que compartía los sábados de todo el año en esa patria de paredes descascaradas que era el Bar de los Sábados. Y junto con el aire, tomó fuerza y tomó inspiración: "Quiero que brindemos por los que no se resignan a que el fútbol esté lleno de miserables, sobre todo porque despreciar a los miserables del fútbol es despreciar a los miserables que están fuera de él. Y por los músicos que saben que un gol es una canción que muchos desafinan felices junto a muchos. Y por un sobrino mío que en esos mismos goles acaricia la panza de su mujer embarazada. Y por los que miran partidos porque les entusiasma contemplar el universo".

El Gordo nunca elegía discursos largos. Por eso, con el Bar de los Sábados vuelto un templo en comunión, encaró el cierre: "Aunque a veces nos avance el desaliento y aunque demasiadas mañanas nos sintamos definitivamente vencidos, brindemos. Lo justifican los que entienden que merece ser el mejor jugador del año aquel que hizo muchas gambetas, pero más lo merece ese que hizo muchas noblezas. Lo merecen los que se empecinan cada día en jugar bien porque querer jugar bien cada día es un humilde aporte para dignificar la vida. Y lo merecen los que tienen ilusiones porque tener ilusiones siempre es un acto de victoria".

Ya sin aire, ya sin fuerza, ya sin más inspiración, el Gordo alzó su copa, la rozó jubiloso con todas las otras copas y, en medio de risas y de abrazos, se sumó a un debate flamante sobre el ritmo de los volantes centrales en las tardes de vientos duros. En el Bar de los Sábados, el anteúltimo sábado del año empezaba a esfumarse mientras todavía resonaban los ecos del brindis y, entre las paredes descascaradas, el aire llevaba y traía una mansa felicidad.

Publicado el 24 de Diciembre de 2005 en el Diario Clarín

viernes, enero 27, 2006

Un hombre de festejos

Al Gordo le parecía que todavía lo estaba viendo. Subía las pestañas y lo veía, bajaba los párpados y lo veía, cerraba los ojos —los ojos grandes, los ojos siempre en estado de descubrimiento, los ojos plenos de la gente plena como el Gordo— y, aun con los ojos cerrados, lo veía. El Gordo se sentía tan perplejo como cuando en la primera infancia un ídolo de su barrio lo cruzó en el almacén y le dijo "buen día". Se lo contó ese sábado a la tarde a todos sus compañeros del Bar de los Sábados con palabras que se le escapaban como cataratas: "Vi a un hombre, un hombre que tenía el aspecto de cualquier hombre, que palpitaba en la tribuna como cualquier hombre y que, cuando su equipo metió un gol, reaccionó como nunca vi reaccionar a ningún hombre". "¿Qué hizo?", le preguntó el Alto, mitad curioso, mitad alarmado. El Gordo pudo enfocar, por fin, las pupilas en algo que no fuera la memoria de ese hombre y, precipitado, contestó: "Gritó el gol, se paró y besó a alguien, dio un paso y le sonrió a alguien más, dio otro paso y, a la vez, un abrazo a otro señor, y siguió así hasta celebrar con cada persona que estaba en la cancha. Nunca vi algo igual". El Alto, que continuaba escuchando atento, trató de atenuar la expectativa que envolvía al Bar de los Sábados: "Ese hombre tendría un día especial. Todos, de tanto en tanto, tenemos un día especial". Pero el Gordo pateó ese argumento con la firmeza de un defensor que necesita apretar los dientes y las piernas para espantar una pelota incierta de su área: "No, no era un día especial, siempre festejaba así. Y no sólo los goles. Eso era lo asombroso: se trataba un hombre que vivía festejando".

Imparable, el Gordo volcó más. Dijo que la observación de ese hombre lo llevó a hablar con otros hombres que lo rodeaban en la popular. Uno le contó que dos semanas antes, ese mismo hombre había visto la cara feliz de un padre que asistía al debut de su hijo en Primera. Entonces, se acercó, le palmeó el hombro, y luego salió del estadio, viajó hasta la casa del debutante y sólo después de saludar a cada familiar del jugador, regresó a su sitio en la tribuna. Otro hincha recordó cómo ese hombre había aplaudido hasta el júbilo a un árbitro de vista exacta y corazón justo que detectó un penal entre doce piernas mezcladas. Y un testigo más le confidenció al Gordo que el hombre de los festejos había sido capaz de abrazar a un hincha rival tras un partido sin ganadores mientras le explicaba: "Me hace feliz que tengamos tres cosas en común: la pasión por el fútbol, un empate y nuestra condición humana".

A esa altura del relato, el Bar de los Sábados, refugio semanal de futboleros y pensadores, latía como un teatro en fascinación. El Gordo presentó el último acto. De la boca le salían un aroma de café intenso y una voluntad de comunicar algo extraordinario cuando detalló que, finalmente, él mismo se acercó hasta el hombre que festejaba y le preguntó por qué hacía lo que hacía. Tembló el Gordo en ese momento como también había temblado en el instante en el que el hombre, en medio de la cancha, en medio del partido, en medio de todo, le entregó su respuesta simple: "A veces uno no se da cuenta, pero la vida es un acontecimiento que merece celebrarse todo el tiempo".

El Gordo añadió que, al despedirse, el hombre le dio la mano, alegre por haberlo conocido. Para entonces, en el Bar de los Sábados ya no imperaba el asombro, sino la admiración. Alguien pidió una vuelta de café. Todos estaban juntos, todos estaban conmovidos. Era hora de honrar a aquel hombre. Era hora de festejar la vida.

Publicado el 18 de Diciembre de 2005 en el Diario Clarín

jueves, enero 26, 2006

El hincha del arbitro

El Roto avanzaba con la garganta molida, la voz hecha dolores y el alma apagada cuando entró al Bar de los Sábados con dos muecas de derrota. "No se dio", dijo en esa tarde, en la que como en todas sus tardes de sábados desplegaba el itinerario que iba desde alguna cancha hasta el mítico bar. "Tuvimos toda la voluntad, pero al final, justo al final, las cosas se complicaron", se explayó con sonidos que apenas se dejaban oír. Entrenado en escucharlo, el Alto le preguntó qué había pasado. El Roto dibujó una tercera mueca de derrota y pronunció una certeza: "Cobramos un penal que no era penal. Casi nos matan". El Alto lo entendió, resignado. Tanto él como todos los miembros del Bar de los Sábados sabían que el Roto tenía una única singularidad en la existencia: era hincha de un árbitro.

Ni el propio Roto conocía cómo había empezado esa devoción irrepetible. Algunos creían que el origen profundo era un acto de conmiseración dedicado a un ser que corría solo de afecto en medio de gentes acompañadas por alientos múltiples. Pero no. Al Roto, el árbitro no le parecía un abandonado al insulto, sino un portador de la virtud que define si un hombre es de verdad un hombre: era alguien que no eludía tomar decisiones, o sea alguien que cargaba con el peso de la vida.

Acaso por eso, el Roto reverenciaba el día en el que su árbitro dio un córner en el ángulo derecho a favor de un equipo que jamás atacaba por ese sector y, cuando le preguntaron por qué lo hizo, contestó: "Me di cuenta de que en la tribuna, atrás de ese rincón de la cancha, había un chico que nunca había visto una pelota de cerca". Entre muchas, enarbolaba otra memoria grandiosa: un jueves, en un invierno de agobios, el árbitro sancionó un gol inexistente en un partido que iba 0 a 0 porque no quería añadirle al universo otra sensación de vacío.

Aquella tarde del penal mal cobrado, el Roto necesitó un rato para regenerar el ánimo. Cuatro cafés bien servidos le permitieron resucitar la voz. Cuando lo logró, mostró una tarjeta que era roja y era vieja, y contó más historias de ese árbitro noble. Mientras en el Bar de los Sábados se anunciaba la noche, el Roto hablaba intensamente. Hablaba como habla alguien que, a pesar de los abismos de este mundo, siente que el mejor de todos los equipos siempre es el de los justos.

Publicado el 11 de Diciembre de 2005 en el Diario Clarín